sábado, 6 de enero de 2018

La prestadora de angelitos

Joseph-Marie Vien, The Cupid Seller, 1763.

Jaqueline y Marguerite se disponían a disfrutar del sabroso caldo que la cocinera les había preparado especialmente aquella desapacible tarde de invierno. Las amigas no se ponían de acuerdo en la razón que había desatado su repentino deseo de ingerir algo caliente, reconfortante y saludable. Quizás fuera la intensa tormenta que se había desatado sobre los suburbios de París, quizás la sequedad de sus gargantas luego del intenso parloteo que habían mantenido durante horas, o simplemente el vacío estomacal que sentían al no poder seguir criticando a sus conocidos: en tres horas de charla ya no quedaba nadie por despellejar. Hasta la Emperatriz Josefina había caído bajo la guadaña de sus filosas lenguas. La delicada sopera humeante ya se encontraba sobre la mesa y solo faltaba que Florence trajera el resto de la vajilla, por lo que las damas se impacientaban cada vez más.
-Tu servidumbre está cada vez más lenta Marguerite, no sé qué esperas para contratar gente nueva- refunfuñó Jaqueline, que estaba desesperada por degustar el sabroso brebaje.
-La gente nueva tiene muchas pretensiones, mi querida, esta revolución le ha otorgado ínfulas de señor a más de uno. Además nadie sabría preparar una sopa tan exquisita como la que hace Florence. Te recuerdo que hasta el Emperador se ha maravillado al probarla.
-¡El Emperador, el Emperador!, otro que me parece que ya tiene demasiadas pretensiones –contestó Jaqueline frunciendo los labios.
-¡Silencio amiga, que en París todas las paredes oyen! –le reprendió Marguerite.
Por pura coincidencia y en ese preciso instante, una poderosa ráfaga de viento que se desprendió de la tormenta que se alejaba, abrió bruscamente el ventanal que daba al jardín de par en par. Ambas amigas pegaron un grito despavorido pensando que el mismísimo Napoleón ingresaba sable en mano y a los gritos. Cuando se dieron cuenta de lo que realmente había ocurrido, se echaron a reír conscientes de su propia fantasía y se dispusieron a cerrar la ventana. Jaqueline se acercó con un poco de reticencia aún, pero finalmente logró sostener con fuerza los pesados marcos. Estaba a punto de cerrarlos cuando una voz cristalina y melodiosa la paralizó por completo. Desde la esquina de la casa, la vocecita se iba acercando sin dejar de repetir:
-¡Angelitos, angelitos! ¿Quién necesita un angelito? Se prestan angelitos para curar mal de amores, de salud y de dinero. ¡Angelitos, angelitos!
-Marguerite ven rápido a escuchar tan extraña letanía. Anímate que ya no llueve.
La dueña de casa se acercó con desgano para asomarse a la ventana, extrañada por la actitud de su amiga que parecía como hipnotizada. Al inclinarse levemente por sobre la baranda mojada, oyó la misma frase entonada por esa vos fresca y juvenil que parecía salida de otro mundo.
-¡Angelitos, angelitos! ¿Quién necesita un angelito? Se prestan angelitos para curar mal de amores, de salud y de dinero. ¡Angelitos, angelitos!
-Cierra ya esa ventana –le ordenó rápidamente Marguerite a Jaqueline-. Debe ser un alma en pena salida de lo más profundo del infierno. Siempre aparecen después de una fuerte tormenta.
-¡Pavadas! –contestó Jaqueline, visiblemente intrigada por lo que estaba aconteciendo-. Un alma en pena no estaría ofreciendo angelitos. Además, ¿no es que ahora dejamos de creer en todas esas supersticiones? Piensa amiga, ¿qué haría un griego ante esta situación?
-Cerrar la ventana, alejarse lo más posible y sentarse a comer la bendita sopa de Florence –respondió Marguerite, evidentemente aterrada.
La muchacha forcejeó con su amiga todo lo que pudo pero fue inútil. Para cuando se dio por vencida ya podía ver claramente parada ante la reja de su jardín a una bella jovencita con una canasta colgando de su brazo derecho.
-¿Tú eres la que reparte angelitos? –le preguntó Jaqueline con una sonrisa incrédula.
-Sí, señora mía, angelitos para curar penas de amor, de salud y de dinero –respondió cordialmente la muchacha.
-¡Jaqueline, por el amor de dios, cierra esa ventana o llamo al cochero para que te eche!
Sin hacer el menor caso a las amenazas de su amiga, Jaqueline continuó su diálogo con la desconocida, que resultó ser una joven muy simpática llamada Gabrielle.
Nacida en la localidad de Étretat, en la región de Normandía, la muchacha juraba que los angelitos vivían retozando sobre los verdes acantilados y el hermoso mar de su pequeña y antigua ciudad, brindando su socorro y protección a todos sus habitantes.
-¿Nunca han escuchado que en Normandía hay una luz especial, que hay colores que no se ven en otras regiones del país? ¿De dónde creen que emana tanta luz?, de ellos por supuesto.
-¿Y qué haces tú aquí en París, tan lejos de Normandía? –preguntó desconfiadamente Marguerite, que a pesar de estar muerta de miedo, no podía despegarse de la ventana.
-Cumplir mi misión llevando su socorro y protección a todos los rincones de Francia.
-¿Cobrando cuántos francos? –retrucó la dueña de casa, pensando que la tal Gabrielle era, más que una alma en pena, una vulgar estafadora.
-Cobrando nada señora mía. Yo le dejo el angelito el tiempo que usted lo necesite, y lo paso a buscar cuando su pena se haya curado. Lo único que pido es que lo cuiden como es debido porque son seres muy delicados.


Étretat - Francia.




Hans Zatzka.


-¡Quiero ver uno, quiero ver uno ya mismo! –gritó Jaqueline entusiasmada.
-Imposible aquí en plena calle, ellos no están habituados a la ciudad. Sólo se sienten bien en el campo o en ambientes cerrados y con mucha luz.
Ante la mirada suplicante de su amiga, Marguerite reaccionó violentamente: -¡ni pienses que voy a dejar entrar en mi casa a esa ladrona!
Pero Marguerite la chica es un amor, si hasta tiene cara de santa.
-¡Santa mis sandalias!, llévala a tu casa a ver si tu padre la deja entrar. Maldita sea Jaqueline, se va a enfriar la sopa –contestó Marguerite dirigiéndose a la mesa con la esperanza de que su amiga recapacitara y la siguiera.
Sin darse vuelta destapó la sopera esperando que el aroma del famoso caldo de Florence terminara con este delirio y esa ventana se cerrara de una buena vez. Pero en su lugar escuchó un grito que casi le hace romper la delicada tapa de porcelana de su sopera preferida.  Marguerite corrió nuevamente hacia la ventana temiendo que la joven provinciana hubiera saltado la verja he intentado entrar por la fuerza al salón. Cuando llegó al lado de su amiga, vio que Jaqueline tenía la boca tapada con sus dos manos y los ojos desorbitados. Gabrielle seguía fuera de la propiedad y no había hecho nada indebido, simplemente sostenía con dos dedos una pequeña alita que salía de la espalda de un también pequeño angelito. El gordito alado se retorcía de manera poco agradable tratando de desprenderse de la mano de su dueña, en un intento desesperado por retornar a la canasta que seguía colgando de su brazo derecho.
-Les dije señoras mías, a mis chiquitos no les gusta la ciudad. Ahora que han visto a uno de ellos, ¿me permitirían entrar a su hogar?  
Sin poder dar crédito a sus ojos, Marguerite tiró de la cuerda de pasamanería y ordenó al criado que se presentó al instante, que hiciera pasar al salón a la jovencita que se encontraba en la entrada de la casa. Gabrielle estaba vestida sencillamente con una túnica gris oscura de lino barato, y una cofia blanca que le sujetaba los cabellos prolijamente recogidos a la manera greco romana. A pesar de su visible humildad irradiaba una paz, una bondad y una alegría que parecían brotar desde lo más profundo de su alma. Al ingresar al salón, la muchacha improvisó torpemente una reverencia medio tambaleante ante las dos damas, y bajó sus ojos en señal de respeto.
-Tranquila querida que aquí no estamos en palacio, -se adelantó Jaqueline y, tendiéndole la mano amigablemente, la llevó junto a la mesa donde todavía reposaba la sopera ya olvidada, para presentarle a Marguerite.
-Señora, le agradezco que me haya abierto las puertas de su casa. Muchos me creen una charlatana y me echan de sus jardines ni bien escuchan me pregón –dijo Gabrielle humildemente.
-Hija, no es para menos, ¿a quién se le ocurriría prestar angelitos y encima gritarlo a los cuatro vientos? –le contestó Marguerite mucho más relajada y curiosa ante tal novedad.
-¡Ahora muéstranos a los pequeños! –inquirió Jaqueline aplaudiendo de gozo.
Gabrielle pidió que encendieran todas las velas del gran salón para que las arañas refulgieran con su brillo, y que se aseguraran de que todas las aberturas de la casa estuvieran perfectamente cerradas. Luego se acuclilló al pie de las dos damas y quitó el chal de seda que cubría su canasta, descubriendo a tres hermosos angelitos alados que retozaban en el interior de ella. Tal como lo había hecho en la calle, tomó suavemente a uno de ellos por su alita y lo colocó frente a los ojos de las atónitas amigas. Las mujeres estaban pasmadas de asombro, nunca habían visto algo semejante en sus vidas.


Jacques Firmin Beauvarlet 1778.


Hans Zatzka.
-¿Puedo tocarlo? –preguntó tímidamente Jaqueline.
-Por supuesto, pero muy suavemente y con sumo cuidado. Les gusta que les acaricien la cabeza y la pancita.
-No lo toques amiga –rogó Marguerite- me da miedo.
Desoyendo las palabras de su compañera de chimentos, Jaqueline extendió su mano y muy delicadamente revolvió los cabellos rizados del pequeño con la punta de sus dedos. Inmediatamente una risa diáfana, y como de mil niños, se extendió por todo el salón, a la vez que una extraña luminosidad hizo refulgir aún más la atmósfera de todo el ambiente. Marguerite respiró profundo y sintió que la invadía el aroma de cientos de rosas, jazmines y liros, aunque solo había un pequeño arreglo floral sobre la mesa. Parecía como si la fragancia entrara por todas las ventanas de la casa, algo imposible porque las mismas permanecían herméticamente cerradas por orden de Gabrielle.
-Esto es maravilloso –susurro Jaqueline al borde del llanto-. Es el paraíso en la tierra.
La dueña de casa, todavía algo escéptica, preguntó a Gabrielle algunos detalles cotidianos de la vida de los pequeños. Quería saber si hablaban, qué comían, cómo dormían, y cuáles eran esos cuidados tan especiales a los que se había referido anteriormente. La muchachita le contestó diligente y sin titubeos: había que mantenerlos siempre en ambientes cerrados, a menos que se estuviera en campo abierto; en todo momento había que dirigirse a ellos con extrema delicadeza y suavidad; no se podía despertarlos si estaban tomando su breve siesta; y, bajo ningún punto de vista,  se podía gritarles o sostenerlos con fuerza desmedida. Una vez por semana había que bañarlos con abundante agua de lluvia y esencia de rosas; y todos los días era necesario besarlos y hacerles cosquillas en la pancita o la cabeza. Los angelitos, continuó explicando Gabrielle, no comían, solo bebían hidromiel varias veces al día. Tampoco dormían mucho que digamos, sólo reposaban algunos minutos suspendidos en el aire ya que, en rigor de verdad, pasaban la mayor parte del tiempo retozando, haciendo cabriolas y volando…
¡¿Volando!? –la interrumpió bruscamente Marguerite.
-Sí, mi querida señora, volando. Sino para qué tendrían alas.
Jaqueline, que no salía de su asombro, le rogó a Gabrielle que los hiciera volar.
-No, no. No es así mi buena señora, yo no les hago hacer nada. Ellos vuelan cuando quieren, cuando se sienten felices y a salvo. En Étretat lo hacen naturalmente porque es su hogar, pero aquí yo los debo alentar y acompañar danzando para brindarles seguridad.
Dirigiéndose a Marguerite, Gabrielle continúo su interrumpida explicación.
-Mis pequeños no hablan, el único sonido que emiten es el de su risa cantarina, hermosa y fresca, como la de un bebé recién nacido. Todos piensan que ellos curan a través de consejos y palabras mágicas aprendidas en lo más alto de los cielos. Pero no es así, ellos curan con su presencia. No hay nada más sanador que ver volar a un ángel escuchando su maravillosa risa.
-¡Pamplinas!, yo no me trago este cuento –gritó Marguerite, que ya comenzaba a desconfiar nuevamente.
Ante tal reacción, el angelito que todavía sostenía Gabrielle, se desprendió de su mano y se ocultó rápidamente en la canasta, acurrucándose contra sus otros dos compañeros.
-Ay señora por favor no grite, no golpee, no discuta, mis pequeños no lo toleran.
-¡Marguerite por el sable de Napoleón, ten un poco de cuidado, son criaturas tan delicadas! –la reprendió Jaqueline.
-Señoras mías, si quieren ver a mis angelitos volar les tengo que pedir que se retiren a un rincón, y se queden quietas y en silencio por un buen rato.
-Por favor amiga, ten un poco de fe en esta muchacha, no tiene porque mentirnos y además es tan agradable.
-No me vengas otra vez con lo de la cara de santa –refunfuñó Marguerite, alejándose hacia el rincón más distante de la habitación.
Gabrielle se quedó sola en el centro del gran salón iluminado. Se puso de pie y dulcemente comenzó a llamar a sus angelitos con suaves palabras y gestos cariñosos.
-Vengan mis chiquitos, vengan, no tengan miedo, miren como brillan los cristales, miren cuánta luz. No me digan que no tienen ganas de estirar un poco sus alitas después de tantas horas escondidos en esa pequeña e incómoda canasta. Vengan, que estas dos hermosas damas necesitan de su ayuda, vengan a sanar sus penas.
Tímidamente los angelitos asomaron sus cabezas, mientras la joven danzaba alrededor de ellos y los invitaba a salir agitando muy suavemente sus brazos. De pronto el pequeñito de las alas amarillas se animó a revolotear por lo bajo y muy cerca de la cesta. Al principio fue un vuelo corto, como de reconocimiento, pero rápidamente se transformó en un planeo general al que rápidamente se unieron sus hermanos, envalentonados por la aparente tranquilidad del pionero. A medida que los tres gorditos alados fueron tomando confianza, la voz de Gabrielle se hizo más fuerte y clara. La muchacha empezó a entonar una conocida y tradicional canción medieval francesa y a recorrer todo el salón bailando como extasiada. A los diez minutos los angelitos volaban libremente y de una manera desenfrenada, haciendo cabriolas, piruetas y mil travesuras. Pasaban zigzagueando en vuelo rasante por entre los caireles de las arañas, y se reían a carcajadas con el tintineo que producían en los cristales. Por momentos se dejaban caer en picada sobre Gabrielle, que los atrapaba en el aire, los acunaba y los volvía a lanzar hacia el techo, luego de haberles dado un beso en la panza. Recorrían todo el salón de punta a punta, jugando entre ellos y con la muchacha, en un estado de plenitud y alegría totales.


Hans Zatzka.


Jaqueline y Marguerite lloraban a moco suelto sin poder dar crédito a sus ojos. Una paz sobrenatural embargaba sus almas y hacía desaparecer todos sus pesares, miedos y tristezas; se sentían como niñitas de cinco años en el día de su cumpleaños. Empujadas por melodías de arpas, campanillas y flautines, se lanzaron al centro del salón a dar vueltas y bailar junto a Gabrielle, sin siquiera preguntarse de dónde cuernos salía esa música. Tampoco les llamó la atención ese reflejo entre azulado y rosa que se generaba con cada revoloteo de los pequeñitos y esas minúsculas nubes que comenzaban a poblar el cielorraso de la habitación. De repente Marguerite se paró en seco; tenía que quedarse quieta para sentir sobre su piel que ese paraíso que se había generado de la nada dentro de su propio salón de visitas era real. Llorando se abrazó a su amiga y luego besó las manos de Gabrielle. Intentó arrodillarse ante la muchacha para pedirle perdón por su desconfianza y su falta de consideración, pero la joven no se lo permitió. La tomó dulcemente por los brazos y simplemente le dijo: -disfrute, señora mía, disfrute que mis pequeños están curando todos sus males. Son mi regalo traído desde Normandía. 

Texto: Andrea Castro.