domingo, 26 de febrero de 2017

Historia de un amor imposible

Ella es pacífica y silenciosa. Él es tormentoso e incandescente. Los dos giran desde hace milenios encarcelados en sus propios caminos y devenires. Cada tanto, se cruzan y lo celebran, pero sabiendo que nunca podrán unirse y estar realmente juntos. Su destino está marcado por miles de leyes y fuerzas mucho más poderosas que sus propios anhelos y deseos.
Pero a veces, sólo a veces, ese sino que les duele, y es ineludible, puede ser parcialmente burlado. Tal descaro tiene lugar cuando sus trayectos coinciden y, a pesar de transitar por veredas opuestas, ambos logran mirarse cara a cara por unos pocos instantes. En esos segundos sublimes, ella le transmite algo de su paz, apaga su fulgor incontenible, y como un soplo de aire fresco, suaviza su bravura haciéndolo llorar lágrimas de fuego. Él, sumiso y entregado, se deja embargar por la frescura de esa eterna y lejana compañera, abandonando su bravura milenaria, y olvidándose de irradiar su luz y su calor. 
En ese momento mágico, el Universo entero parece detenerse. Todos los astros reverencian esta demostración de amor incondicional, renunciando a protagonizar explosiones, colisiones y demás eventos interestelares. Hasta los agujeros negros se apiadan y dejan de engullir materia a lo bestia. El momento es de ellos dos, pero a la vez es de todos, porque todos están atrapados en el rol cósmico que les ha tocado en suerte, y no pueden cruzar de vereda. Por más que lo intenten, por más que lo quieran. Si el Sol y la Luna no pueden fundirse en un abrazo, tampoco hay esperanzas para ellos. 
Cuentan antiquísimas leyendas, que en ese preciso momento de quietud plena universal, todos repiten al unísono: “que suerte tienen los humanos”. 






Texto: Andrea Castro.  
 Fotos: Clarín.com

domingo, 12 de febrero de 2017

En un rincón del Moulin Rouge

Como casi todas las noches, su figura pequeña y enjuta se recorta en un rincón apartado del amplio salón. Aparece y desaparece al ritmo que imponen la humareda de los cigarros y el polvo que levantan del suelo los saltos y las acrobacias de las bailarinas de Cancan. Desde su refugio, el hombrecito mira atentamente lo que sucede a su alrededor. Salvo por algún que otro saludo de cortesía, no interviene en el jolgorio que lo rodea. Su rutina es sistemática y repetitiva: observa con agudeza y cierta picardía, empina un buen trago de ajenjo, y dibuja como si estuviera poseído. 
Dejando de lado los que me he perdido por tener que atender mi trabajo, llegué a contar más de cincuenta bocetos por noche. Toda una proeza para un joven aprendiz de artista como yo. Cuanto más lo observo, más me fascina el señor Lautrec. Acodado detrás de la barra, aprendí a abstraerme del barullo generalizado y a concentrarme solo en su figura…ahora que lo pienso, está enorme barra de cedro es también para mí, una especie de refugio y sitial perfecto para la observación. Desde que lo descubrí, una noche helada de tormenta en la que el Moulin estuvo inusualmente vacío, no pude sacarle los ojos de encima. A partir de esa madrugada comencé a estar  cada vez más desatento con mi trabajo. Ahora despacho los tragos lo más rápido que puedo,  y ya no sirvo para escuchar las largas lamentaciones de los borrachos que se acodan en la barra en busca de un poco de escucha y comprensión. Me enfurezco cuando la cantidad de gente o el furor del baile me hacen perder de vista al maestro, y la obsesión por no dejar de mirar lo que en su mesa ocurre me ha transformado en un inútil. Ya he dejado caer alguna que otra copa y pude salvar de morir, hechas añicos, a varias botellas que me hubieran costado la paga de un mes entero. No hay duda alguna que las noches en las que mejor trabajo coinciden con las que el señor Lautrec se toma para atender otros asuntos y no a parecer por aquí. Digamos, una o dos veces a la semana, según mis cálculos. Por suerte mi patrón, íntimo amigo de mi padre,  me tiene una paciencia infinita y atribuye mis deslices a la beldad de las damas que circulan por el salón, y a las enaguas que todas las noches agitan sin cesar las bailarinas. 
-Gerard, rompe todas las copas que quieras, pero ten mucho cuidado con enamorarte de alguna de mis bailarinas –me dijo seriamente una madrugada. Esto es un trabajo, para divertirte o conseguir esposa tienes todo el resto de París a tu disposición. 
- Tranquilo Monsieur Gilbert, yo nunca los defraudaría, ni a usted, ni a mi padre –le contesté muy seguro de cuáles eran mis intereses dentro del Moulin. 






Como casi todas las noches, después de la actuación de Jane, parte la segunda botella de absenta para la mesa del señor Lautrec. Vincent se la lleva junto a unos canapés, en esa bandeja por la que yo daría la vida. En momentos como este, me enloquece estar preso detrás de esta barra. ¡Yo tendría que llevarle esa bandeja al maestro, no el tonto de Vincent que ni siquiera lo saluda apropiadamente! En realidad, yo tampoco sabría cómo dirigirme a un conde. Me pregunto, ¿qué le diría si el destino me lo pusiera frente a frente?
-Monsieur Lautrec aquí le dejo su botella. A propósito, sus afiches son una maravilla. 
¡Ay, Gerard, eres más tonto que Vincent! ¿Qué le va a importar a un artista supremo como él, lo que opine un vulgar cantinero de cabaret sobre su obra? Definitivamente estoy mejor aquí detrás, protegido por estos diez metros de cedro macizo, mudo y con toda la noche por delante para observar a mi admirado amigo. 
-¡Gerard! ¡Hace quince minutos que estás secando la misma copa! –grita de pronto mi patrón, obligándome a dejar de lado mis pensamientos por un buen rato. Que desgracia la mía, ¿porqué habré nacido pobre y con talento?
En general, pasadas las tres de la mañana y el furor del baile desenfrenado, llegan esas melancólicas canciones que invitan a los más trasnochadores a bailar aferrados a los cuerpos de esas mujeres de fantasía; por lo que vuelve la calma a mi puesto de trabajo. Ya es tarde, la fiesta se acaba, y yo desespero de hambre. Mientras calmo mi estómago con unos bocadillos que han sobrado en la cocina, aprovecho para echar un último vistazo a la mesa de Monsieur. El borde de la tabla de madera parce separar dos momentos vitales de ese tan particular ser humano. Por encima de la tabla, un hombre hecho y derecho, fuma, bebe, conversa y dibuja sin descanso. Su ropa, su tupida barba, sus gestos, y su eterno y carísimo cigarro encendido, lo muestran como una persona de mundo, segura de sí misma y avasallante.  Por debajo de la tabla, en cambio, ese hombre se convierte en un niño de piernecitas delgadas que cuelgan bamboleantes de la silla, y terminan en un par de pequeños zapatos que nunca tocan el suelo. El bastón, apoyado en el canto del asiento, completa esa tremenda imagen de fragilidad que en realidad es la que marca tanto la vida como la obra de este pequeño gigante. 






Como casi todas las noches, cuando el señor Lautrec se va, da pena verlo bajarse con dificultad de su silla, ponerse la galera, y con paso tambaleante, salir despacio del Moulin cargando sus preciados bocetos. Pero no siempre es tan así, ya que la mayoría de las noches, cuando el señor Lautrec se va, también genera admiración y hasta envidia en más de un habitué: si de su brazo izquierdo cuelgan cientos de dibujos, del derecho se aferra, noche tras noche, una bellísima mujer. Monsieur Lautrec  nunca se va solo del Moulin, siempre lo hace acompañado de alguna de las más hermosas y codiciadas cantantes y bailarinas de París. He oído a grandes hombres de negocios maldecirlo y preguntarse, qué le ven las mujeres a ese alfeñique deformado y borrachín. Hasta mi patrón se cuestiona sobre cuál será su secreto. En toda la ciudad se rumorean obscenidades varias relacionadas con sus partes privadas, y sus trucos a la hora del amor. ¡Sexo, sexo, sexo! Estos burgueses hipócritas no piensan en otra cosa, salvo en el dinero, claro está. 
Yo creo que Monsieur Lautrec les brinda a sus ocasionales compañeras, algo que ningún hombre que haya pisado este salón les podrá brindar jamás. Él, al igual que todos, las admira por su belleza y su perfección, pero además, y por sobre todo, las comprende. Toulouse sabe que en el fondo, estas damas son tan frágiles y desdichadas como él. Todas ellas comprenden muy bien que su belleza y su juventud son efímeras, que algún día sus piernas ya no podrán subir y bajar al compás del Cancan, que algún día sus enaguas ya no serán dignas de ser levantadas por los aires porque sus carnes estarán mustias y, aún peor, que algún día, sus rostros empezaran a evidenciar los estragos producidos por las largas noches en vela, el alcohol, las enfermedades, y la atención de los clientes. Algún día el hechizo se romperá, la magia dejará de surtir efecto, y todos mirarán para otro lado para no ver, reflejadas en ellas, su propia vejez y decadencia. El señor Lautrec sabe muy bien lo que produce la verdad enrostrada a boca de jarro. Lo sabe porque se ríe de sí mismo inventando chistes para poner incómodos a sus interlocutores. Lo sabe porque más de una vez ha visto el cambio que se produce en los ojos, y en los modos, de quienes conversan con él mesa de por medio y deben pasar a hacerlo de pie, mirando tímidamente hacia abajo. ¡Cuántas veces lo he oído decir: “no se asuste Monsieur, me voy a parar porque mis pies ya no resisten estar tan lejos del suelo”! Lautrec lo sabe porque se da cuenta que para los demás, es una persona cuando está sentado y dibujando, y otra completamente distinta cuando se para y se apoya en su bastón. 
Muchas cosas se dicen de Toulouse, pero yo creo que la mayoría no son ciertas. No me parece que sea un depravado, mucho menos un monstruo, o una aberración de la naturaleza como asegura mi patrón. Para mí es una persona que sufre,  que se siente rechazado injustamente, y a pesar de ello aprendió muy sabiamente a sacar provecho del don maravilloso que le regaló la vida. ¡Qué importa que le haya quitado unos cuantos centímetros de altura, si le permite pintar como los dioses y encontrar un seguro y calmo refugio en su rincón del Moulin y en la cama de esas putas que lo quieren y lo entienden mejor que nadie! Ellas le regalan sus cuerpos sin pudor, no solo para que ahogue sus penas de amor, sino para que los vuelva inmortales al retratarlos. Para que en los tiempos por venir, alguien al verlos, se acuerde y se apiade de la dura vida que les tocó transitar a las prostitutas de París. En definitiva, para no morir de soledad y decrepitud cuando se acabe el siglo y con él, el jolgorio de la Belle Époque. 






La voz chillona de Vincent me sacó de golpe de tan tristes cavilaciones. 
-¡Gerard, te llama el enano!
-¿Qué enano? –respondí maquinalmente, en el preciso instante en el que un pensamiento insólito cruzaba por mi mente y me hacía levantar la vista para comprobar que lo imposible se había hecho realidad: el señor Lautrec me hacía señas con la mano para que me acercara a su mesa. 
-¿Desea algo de la barra Monsieur? –le pregunté tímidamente cuando pude salir de mi incredulidad y acercarme a su lado. 
-Saber porqué me miras tanto –me contestó con una sonrisa socarrona, mientras se acomodaba los anteojos. 
Casi me da un ataque. Las piernas me temblaban, el corazón se me salía del pecho y la cara me hervía. Estaba muerto de vergüenza y mudo del espanto.
-Yo…yo lo admiro tanto Monsieur –alcancé a balbucear. 
-¡Ya me lo imaginaba! Nuestro cantinero es un artista, ¿frustrado?, ¿naciente?, ¿sin talento?
Mientras hablaba, Toulouse me escrutaba con esos ojitos vivaces tan característicos de su persona, y se pasaba la mano por la barba. Estaba en posición de ataque, apuntándome con su mejor arma: la ironía. Obviamente sospechaba de mis reales intenciones y lo más probable es que pensara que, para pasar el rato, yo me entretenía mofándome de su persona. Hasta podría ser uno de esos rufianes que se la pasaban inventando chismes falsos acerca de sus amoríos, sus conflictos familiares y sus escandalosos retratos de putas y bataclanas. 
Ante la evidencia de que mi integridad física corría peligro, el conde era muy certero con el bastón, tomé coraje, y con la voz más firme que pude sacar de mi garganta le respondí serenamente: soy un artista y punto. 
-¡Entonces demuéstremelo! – me espetó mientras ponía enfrente de mí un carboncillo y una hoja en blanco. 
Me senté ante el papel y sentí que toda la sangre de mi cuerpo se escurría hacia el infinito, sin duda alguna era la hora de mi muerte. Mis sienes vibraban como tambores, mis manos sudadas no me dejaban sostener el carboncillo, y mis ojos no veían más que manchas de colores a mí alrededor. Por suerte a alguien se le ocurrió destilar esta bebida maravillosa que algunos llaman el hada verde. El néctar de los dioses más parranderos del universo me salvó esta vez, ya que luego de beberme dos copas sin siquiera pedirle permiso al señor Lautrec, mis ojos lograron enfocar con total claridad la figura de Vincent acodada en la barra. El rubicundo mozo estaba charlando con una de las bailarinas, esperando el momento justo para meterle una de sus rudas manos en el escote. La escena era perfecta, vulgar pero hermosa al mismo tiempo. Mi mano derecha comenzó a responder y en menos de diez minutos pudo lograr un bosquejo bastante aceptable de la situación. Sólo se detuvo cuando en el aire del salón ya casi vacío, resonó el chasquido de la tremenda cachetada que Nadine le propinó al ordinario de Vincent. Muerto de risa Toulouse tomó mi dibujo y lo observó largamente, colocándolo a unos centímetros de sus ojos. 
-Solemnemente declaro que eres un artista naciente, con talento y sin un peso, o sea frustrado –dijo golpeando el piso con su bastón y mirándome mucho más relajado. 
Seguidamente, se bajó muy despacito de la silla, me dio la mano, se acercó a Nadine, le murmuró algo al oído, la tomó del brazo, y se dirigió con ella hacia la salida. Antes de cruzar la puerta gritó: “¡Vincent, te has dejado ganar por un enano!


Devoción, las dos amigas 1895

Boceto 1894


Como casi todas las noches, a eso de las cuatro de la madrugada, yo me sentaba a la mesa de Toulouse Lautrec para aprender como cuernos dejar de ser un artista frustrado. En aquellos maravillosos encuentros no sólo aprendí a manejar el color, las líneas, los planos y el punto de vista. También aprendí a tratar con marchands, críticos, compradores, ayudantes, y hasta con funcionarios del gobierno. 
-No te fíes de nadie, son todos unos chupasangre que pretenden hacerse ricos a costa de tu trabajo.
-Sé libre, nunca te vendas a un mecenas, nunca pintes lo que no te llene el alma, los ojos y el corazón.
-Respeta a tus modelos como respetas a tu madre. Ámalas en cuerpo y alma, pero nunca te enamores de ellas. Si por desgracia lo haces, procura que no se enteren.  
-El óleo es sublime pero el futuro es la tinta y la impresión. 
-Observa los detalles y aférrate a ellos. Piensa en los guantes negros de mi querida Yvette, sin ellos la hubiera tenido que pintar aún menos graciosa de lo que es. 
-La luz natural no lo es todo, los faroles de gas pueden darte una atmósfera maravillosa también. 
-Busca tu punto fuerte y experiméntalo a fondo, el mío sin duda alguna es la cartelería. 
-Nunca dejes de asombrarte frente a lo nuevo. Fíjate en la fotografía y en el modernismo, te aseguro que van a cambiar el mundo. 
Todos nuestros encuentros terminaban con un consejo, y empezaban con una hoja en blanco que yo debía dotar de vida con las imágenes que mis ojos encontraran sólo dentro del salón. Toulouse nunca corrigió uno de mis trabajos dibujando sobre él. Cuando surgía de su parte una indicación, tomaba una hoja y simplemente dibujaba sobre ella para enfatizar sus palabras. Una vez que yo había realizado los arreglos correspondientes a mi dibujo, él rompía su hoja y con una sonrisa pícara me decía: “no creas que te voy a dar la oportunidad de vender un Lautrec a medio hacer”. Fueron noches extraordinarias, mágicas y un poco alucinadas gracias al ajenjo. Nunca entendí como un hombre tan pequeñito tenía tanta resistencia al alcohol. Tarde comprendí que la procesión iba por dentro y el lechoso diablo verde, como también lo llamaban, le estaba envenenando el cuerpo y la cabeza. 
El primer día lo extrañé, pero como lo había visto algo disperso la madrugada anterior, pensé que estaría descansando en el tibio lecho de alguna de sus amigas del cabaret. A la tercera noche empecé a preocuparme, y a la semana estaba absolutamente devastado. Una ola de rumores empezó a circular por todo París: que su madre lo tenía secuestrado en el castillo familiar, que estaba en la ruina y había huido de sus acreedores, que lo habían internado nuevamente para alejarlo del alcohol, que se había enamorado perdidamente de una puta. Ninguno resultó ser cierto. La verdad era mucho más terrible. Toulouse se encontraba en el castillo de Malmoré enajenado, moribundo, y al cuidado de su madre que estaba haciendo hasta lo imposible para salvarle la vida. 


La Troupe de Mademoiselle Eglantine 1895


Jardín de París. Jane Avril 1893

Jane Avril

Yvette Guilbert saludando al público 1894

Yvette Guilbert


La noche del 9  de septiembre de 1901, fue la más triste en toda la historia del Moulin Rouge. El pequeño gran hombre se había llevado su tristeza infinita al otro mundo y nos había dejado a todos con un hueco enorme en el corazón. Aquella noche no hubo un hombre en todo París  que pudiera gozar de los favores de una prostituta, estaban demasiado tristes para fingir amores y pasiones descontroladas. El Moulin se llenó de burgueses acongojados, artistas y otros representantes del mundillo del arte. Todos querían ver de cerca el famoso rincón del gran maestro. ¡Como si antes les hubiera importado! Muchos de esos egocéntricos burgueses consideraban su obra indigna de ser exhibida en las paredes de sus fabulosas mansiones, pero ahora se amontonaban frente a su mesa murmurando frases de circunstancia y mirando de reojo a las bailarinas que lloraban desconsoladas sentadas en los mullidos sillones. Debo reconocer que esa noche el alcohol me jugó una mala pasada. Ahogué mi dolor en varias copas de champagne, aprovechando que los brindis en su honor eran constantes, y en vez de ponerme a llorar como un chico la muerte de mi maestro, casi me agarro a golpes de puño con un señorón de galera que lo único que quería saber era cuánto medía el difunto, y si lo iban a enterrar en un cajón de niños. Fuera de mí lo tomé por las solapas de su impecable frac y sacudiéndolo sin parar le grité con todas mis fuerzas: ¡usted es un irrespetuoso! Está hablando de un genio, de alguien que va a vivir por siempre en la belleza de sus obras. ¡Usted es un gusano, que solo sabe hacer dinero, comer bien, tomar mejor, e irse de putas para no ver la horrible cara que pone su mujer, cada vez que le pide que cumpla con sus deberes maritales!
Entre Vincent y Gilbert lograron sujetarme y llevarme a la cocina a duras penas, mientras mi rival amenazaba a grito pelado con salir a buscar a la policía. El sueño me venció y dormí mi desolada borrachera acurrucado junto a la estufa a leña. Gilbert me despertó al amanecer con una palmada en el hombro y una taza de café humeante. 
-¿Realmente te hiciste amigo del conde? –me preguntó asombrado. 
–No sé si amigo, Monsieur Gilbert, pero sí discípulo. El me enseñó cosas que  nadie me había enseñado antes, cosas de la vida, no solo del mundo del arte. En estos seis meses, el señor Lautrec fue mi maestro, mi guía y mi consejero. Le juro patrón que era un buen hombre, no un libertino como muchos dicen por ahí.
-Lo sé Gerard, lo sé. Por algo le cedí su rincón durante tantos años. Hijo, yo no entiendo nada de arte, pero algo me dice que su nombre no va a ser olvidado fácilmente. 
-Ojalá, se lo merece –le respondí levantándome penosamente de mi silla. A propósito señor Gilbert, antes de que me despida, porque sé que después del escándalo de anoche tiene que hacerlo aunque no quiera, le aviso que renuncio. Hasta ayer pensaba que no estaba preparado todavía, pero hoy sé que estoy listo para ir a hablar con el dueño de la imprenta litográfica de la Rue de la Paix. Ya es hora que empiece a llenar mi alma, mis ojos y mi corazón. 


La toilette 1896

Baile en el Moulin Rouge 1890


Texto: Andrea Castro.