martes, 9 de agosto de 2016

Ecos del Bicentenario

Pasaron ya seis años del denominado Primer Bicentenario y un abismo separa lo que éramos como sociedad en el 2010, en relación a lo que somos actualmente. Por estos días, a muchos se les cayó la venda de los ojos, a otros se les hizo tristemente cierto lo que siempre pensaron que era cierto, y a los menos les sigue carcomiendo el alma y la cabeza el absurdo y cínico relato populista. Sea como fuera, la realidad es que este Bicentenario nos encontró tan cambiados que se vivenció de una manera diametralmente opuesta al celebrado seis años atrás. Obviamente el fervor de la gente fue el mismo, pero estuvo impulsado desde un punto de vista mucho más realista, desprovisto de dudosas revisionismos, y de falsas y empalagadoras gestas míticas funcionales a un único relato. Las acciones, las palabras y un federalismo verdadero, bien entendido y para nada impostado, colaboraron para que todo el país fuera una fiesta y no hubiera centralismos ni geográficos, ni gubernamentales que desviaran la atención de lo que verdaderamente se estaba conmemorando. Un mes después puedo decir que este festejo fue enteramente nuestro, porque nos mostró como lo que somos: una sociedad diversa y multicultural, y no se centró en el vacío hecho de montar un megashow cuasi circense ideado para entretener a la “realeza matrimonial” de aquellos otros tiempos  y exclusivamente a los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires. 




Se podrá decir que la épica del 25 de mayo está más relacionada con Buenos Aires y la del 9 de julio con la ciudad de Tucumán, pero dudo mucho que otro resultado electoral hubiera centralizado los festejos en el Jardín de la República. Esta vez, la noche de la vigilia, la TV pública trasmitió en simultáneo lo que ocurría en todos los rincones del país y en ningún momento, vaya milagro, echó mano de la cadena nacional, ni siquiera cuando se cantó el Himno Nacional en el acto oficial llevado a cabo en la provincia de Jujuy. Cualquier ciudadano, haciendo uso de su bien merecida libertad zapinera, pudo seguir lo que acontecía a lo largo y a lo ancho de la Argentina, sin sentirse encadenado a una direccionada trasmisión única y oficial. Confieso que al principio me resultó algo extraño, ya que en años anteriores y gracias al abuso de las cadenas,  ya me había acostumbrado a que las imágenes coparan íntegramente la pantalla anulando logos y datos horarios y climáticos en absolutamente todos los canales. La idea era genial ya que rápidamente se entraba en una especie de limbo temporo-espacial en el cual solo importaba la catarata interminable de incoherencias que pronunciaba impávida nuestra ex presidenta. También me sorprendió gratamente que no hubo exceso en el uso de fuegos artificiales (en la ciudad de Buenos Aires ni siquiera se utilizaron), pero sí sonaron a vuelo las miles de campanas de las numerosas iglesias y edificios públicos que pueblan todo nuestro país. No recuerdo con claridad haber escuchado campanas tocando a gloria en el 2010. Calculo que ese hermoso sonido se desestimó en aquel momento por ser demasiado liberador; quizás a alguien se le ocurrió poco apropiado para combinar con aquel estructurado relato orquestado, vaya uno a saber. Tampoco recuerdo perlitas como la que nos regaló esta vez la provincia de Tucumán con  las 200 tortas que se repartieron entre la gente luego de que todos le cantaran el feliz cumpleaños a ¿la Patria, el país, todos nosotros?






Como porteña pude vivir bien de cerca el festejo en la Ciudad de Buenos Aires y nuevamente, a mi entender, un enorme abismo separó aquél impostado festejo, de esta verdadera fiesta artística y de alto valor cultural que se apoyó en absolutamente todos los Cuerpos Estables de esa joya cultural que es nuestro Teatro Colón. Pergeñada por la mente genial de Eugenio Zanetti, “La noche de los 200 años” buceó en lo más profundo de nuestras raíces culturales con la total ausencia de convenientes y manipulados revisionismos. La noche estuvo dividida en secciones que magistralmente integraron hitos históricos, sociales y culturales que nos representan como porteños pero, fundamentalmente, como argentinos. Por el majestuoso escenario pasaron los pueblos originarios, la guerra, la paz, el gaucho, el tango (en sus versiones clásica, vanguardista y tecnológica), los inmigrantes (con la participación de integrantes de las principales colectividades que llegaron al país), el cine argentino, el trabajo y el propio Teatro Colón. La genialidad de la puesta estuvo en la habilidad para amalgamar el vestuario, el cuerpo de baile, los coros y las dos orquestas del Teatro, con las temáticas, los artistas folklóricos y populares,  y las piezas musicales ejecutadas. De esta manera, la “Obertura 1812” de Tchaikovsky, con sus cañonazos finales incluidos, le vino como anillo al dedo al segmento de la guerra, y la obra “La máquina de escribir” de Leroy Anderson (interpretada por orquesta, timbre y ¡máquina de escribir!) encajó de maravillas con la sección dedicada al trabajo. La ópera también fue utilizada como banda de sonido de uno de los segmentos más emotivos: el homenaje a los inmigrantes que hicieron grande a este país. Con la fachada lateral del Teatro convertida en un  inmenso barco repleto de pasajeros gracias al video mapping, las comunidades italiana, española y rusa, tuvieron su protagonismo musical al ritmo de “O sole mío”, “No puede ser” y “Kalinka Malinka” respectivamente. Imposible no ponerse a moquear como un bebé en cada una de las interpretaciones, aunque todavía faltaba el golpe final directo al corazón, que llegaría de la mano del coro estable entonando el “Va, pensiero” de Verdi (el himno del tercer acto de la ópera Nabucco cuyo tema es el exilio y expresa la nostalgia por la tierra natal abandonada), junto al desfile, casi interminable, de todas las colectividades precedidas por sus respectivas banderas. La casualidad y quizás una acción muy bien pensada, se complotaron para que las dos primeras colectividades y banderas que se cruzaran al borde del escenario fueran la alemana y la israelita. Antes, otra picardía de Zanetti  había hecho cantar a solo dos representantes de la Gran Bretaña: una dama vestida de época que entonó el tema “Amazing Grace”  acompañada por un espectacular gaitero.  













El segmento gauchesco tuvo también sus aciertos, como incluir en la escenografía un inmenso ombú que resultó un apropiado homenaje al artista plástico Nicolás García Uriburu, recientemente fallecido, convocar a cantantes ajenos al género como Sandra Mianovich y Raúl Lavie, y sumar al grupo Malevo que goza en estos momentos de un reconocimiento masivo gracias a que se animó a bailar malambo en un reconocido reality show de la televisión norteamericana. Los muchachos zapatearon como poseídos y revolearon látigos y boleadoras para ganarse uno de los mayores aplausos de la noche.





La la frutilla de la torta llegaría después de la medianoche, ya transitando el 9 de julio en pleno, con la actuación de un clásico argentino que es un símbolo perfecto de la unión entre arte, cultura, picardía, humor, trabajo y dedicación de años: Les Luthiers. Los ahora seis integrantes brillaron con algunas de sus más conocidas piezas y repartieron risas desenfrenadas, una pizca de tristeza, debida a la ausencia de Daniel Rabinovich, y la emoción y el orgullo gigantes de sentir que estos tipos maravillosos son argentinos. Como si existiera, Johann Sebastian Mastropiero fue ovacionado hasta el cansancio cada vez que Marcos Mudstock lo nombró, y su fantasma, se mezcló con el de los que ya no están pero siguen vivos en nuestra esencia cultural, en nuestras vivencias y en nuestra historia, esa que apenas hace un mes, cumplió 200 jóvenes años. 






Texto: Andrea Castro.
Fotos: Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.