jueves, 12 de marzo de 2015

De Cabildos y paraguas

El 25 de mayo de 1810 había muy pocos paraguas frente al Cabildo, el imaginario colectivo, impulsado en gran medida por los actos escolares y las publicaciones infantiles, popularizó otra imagen. La realidad histórica nos dice que los paraguas llegaban en muy poca cantidad desde España y que, por su alto precio, estaban considerados como un artículo de lujo. Muy pocos porteños podían pagarlos y disfrutarlos en aquellos tiempos. Hoy en día, doscientos cinco años después, los paraguas son un bien de consumo masivo y se han transformado, por esas cosas de la vida, en el símbolo absoluto de la búsqueda de la verdad y la justicia. 



El 18 de febrero de 2015 un mar de paraguas recorrió cuadras enteras e inundó, al igual que el agua que no paraba de caer desde el cielo, no solo el frente del Cabildo sino toda la Plaza de Mayo y sus alrededores. Ese mar humano creó una nueva imagen que ya es parte del imaginario colectivo de las nuevas generaciones y transformó una jornada de homenaje en un hecho histórico de tanta relevancia como aquél que le dio inicio a nuestra Patria. Soportando la inoportuna tormenta, miles de personas se empaparon hasta los huesos porque esta vez no sólo querían, sino que necesitaban saber de qué se trata. En realidad todos necesitamos saber de qué se trata porque dos criaturas se quedaron sin padre y porque una Nación no supo cuidar a uno de sus más valiosos hombres. No es que esto sea una novedad, en 200 años de historia nos ha sucedido miles de veces, el  problema es que hasta ahora no supimos aprender de los errores que cometimos en el pasado. Lamentablemente si seguimos así tarde o temprano todos seremos víctimas, si no lo somos ya.
La lluvia, que debe haber engripado a más de uno, molestó y caló hasta el tuétano, pero no logró amedrentar el paso lento de los ciudadanos: jóvenes, ancianos (muchos de ellos en condiciones no muy ideales para realizar tamaño esfuerzo), bebés (refugiados en sus cochecitos) y padres con sus hijos. Estos últimos repetían ante los periodistas frases muy parecidas: “vine con mi hijo para que vea y aprenda, para que no le pase lo mismo en el futuro”. Parecía como si de golpe y porrazo los padres hubieran comprendido en toda su magnitud que son ellos los que en definitiva cumplen el rol fundamental de educadores.





La lluvia tampoco pudo apagar las velas ni marchitar las flores que algunos alcanzaron a colocar delante de la fiscalía en la cual trabajaba Alberto Nisman. El agua, que seguía manando desde ese cielo gris y entristecido, terminó formando parte de la marcha cuando los paraguas ya no tuvieron sentido y, poco a poco, se fueron cerrando para permitir la llegada de más y más gente. La lógica llevó a todos a pensar que ya no importaba mojarse de pies a cabeza: era una pavada sabiendo que Nisman se había jugado la vida. Todo comenzó a resultar frívolo y carente de sentido ante la lacerante realidad, ante la presencia de una muerte por demás injusta e insondable. Hasta el civismo, que en un primer momento impidió que la gente pisara el césped de los canteros de la Plaza de Mayo, quedó de lado cuando esa fue la única opción para que más ciudadanos pudieran llegar lo más cerca posible de la fiscalía.





Cuando esos hombres de acero, entre los cuales lamentablemente no se vislumbraron muchas mujeres a la par, llegaron a la Plaza ya no importó más nada, solo el hecho de poder acompañarlos en su dolor y en el homenaje sentido a un compañero. La lluvia se transformó entonces en una especie de bálsamo reparador que prometía limpieza y renovación. El agua, sinónimo de vida, anunciaba la llegada de un nuevo comienzo en el cual los argentinos parece que nos empezamos a poner de una vez por todas los pantalones largos.
El miércoles 18 de febrero de 2015 la sociedad argentina comenzó a transitar y a trabajar el duelo por la pérdida de un hombre honesto y valiente, de esos que actualmente no abundan, de esos que se respetan a pesar de sus errores. Quizás los argentinos hayamos comenzado a sanar una herida que lleva abierta 205 años, que tiene demasiados muertos impunes (notables y anónimos) y que no nos permite seguir madurando y avanzando como sociedad. Creo que el 18 de febrero los huesos de nuestros próceres  temblaron y se sacudieron de orgullo y alegría por nosotros, por “sus hijos” y por ellos mismos. 

Texto: Andrea Castro. 

Fiscales y jueces: gracias totales

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